Según la bodega y los sumilleres de Córdoba, que hacía tiempo que queríamos encontrarnos, la visita ha sido fruto de paciencia y buen hacer. Eso mismo demostró Beatriz, representante del Marqués de Murrieta, que aguantó más de dos horas hablando de bodega, ilusiones, historia, vinos y futuro.
La bodega del Marqués de Murrieta comenzó con Luciano Murrieta, quien a la vuelta de las Américas (Perú) decidió hacer del terreno de la propiedad familiar en la Rioja Alta, un viñedo parecido a los que había ya por Francia. Los vinos de Rioja eran en 1848 muy poco conocidos, y como mucho el Sherry entre los vinos nacionales, por lo que se puso mano a la obra, y a fe mía, que consiguió llevar barricas a muy distintas partes del mundo para dar a conocer su vino y su Finca Ygay (1877).
Los Murrieta dejaron la propiedad por venta a la familia de Vicente Cebrián en 1983, y desde 1996, su hijo Vicente Dalmau dirige con la maestría de la enóloga María Vargas, quien comenzó en el 2000.
Las 300 hectareas de la Finca se han calificado en 30 Pagos, en los que los terrenos arcilloso-calcáreos se analizado por suelo, altura y calidad de los vinos obtenidos. En esta finca se cultivan las variedades tempranillo, mazuelo, cabernet sauvignon (autorizada porque se plantó en los años cincuenta), graciano, y la viura como única variedad blanca.
En la zona de albariño tienen 12 hectáreas de la finca Pazo de Salnés.
Justamente por un vino gallego comenzó la cata. El Pazo de Barrantes de 2019:
un vino con aromas a hinojo, acacia (por las barricas de acacia donde madura un 15% del total)... Excelente aroma de un vino sin fermentación maloláctica, ya que la temperatura de fermentación es de 10ºC y que dura la friolera de 60 días. Tras los 18 meses de botella. En boca se nota la fresca y profunda acidez de sus 7,9 g/L. Todo haciendo que en boca se muestre como un vino redondo. Bien comenzó la noche.
El segundo vino, también del Salnés fue La Comtesse de 2017, un albariño
fermentado en tino de roble francés a baja temperatura, con 12 meses en barrica, muy aromático, y como todos los que tienen tratamiento de lías y barrica, cerrado al principio, y muy fino en boca.
Pasamos al tinto Marqués de Murrieta Reserva del 2017. Todos los tintos tienen la
categoría de reserva como mínimo, y éste es la base de los demás. ¡Casi ná!. Mucha fruta roja y negra, rosas y moras. Con una boca cálida, con una astringencia contenida. Me sorprendió que la madera americana le diera un olor distinto a su sabor en boca. Un vino para comer (sobre 20€).
El roble francés se expresaba claramente con el tinto Dalmau del 2017. Muy
diferente al anterior, más moderno por el efecto respetuoso de la madera. Con mucha fruta, y a diferencia del anterior, sabía igual que olía. Un vino excelente a todos los pareceres.
Luego vino un blanco, el Capellanía 100% Viura 2016. Con aroma a panadería,
hierbas aromáticas, pero a mi parecer se quedaba como muy afilado, corto en boca. Eso sí, muy elegante. Un vino de la añada anterior recibió la calificación de 100 puntos Parker, el primero que se concede a un blanco español.
El último de la noche fue el Castillo de Ygay 2011, con Tempranillo y Mazuelo.
Algo sorprendente, porque parecía que el Dalmau estaba más conseguido, teniendo en cuenta que se elabora cada cierto tiempo, cuando el enólogo determina que la calidad de la uva lo permite. Pero el vino a los diez minutros de abierta la botella, empezó a abrirse y aquello era un espectáculo de finura, templanza y buen sabor de boca.
Tras la cata vinieron las viandas, que consistieron en abundamtes platos de queso, muy buenas chacinas, tomate de huerta alcoleana con generosos troncos de caballa y lomitos de cerdo ibérico guisados. Todo muy rico, aunque algo diferente de las compañías gastronómicas que sugerían en la bodega para sus vinos. ¡Qué se le va a hacer!
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